Una vez conocí una familia. O eso era lo que decían ser.
Jamás estuve tan segura, realmente. Pero lo único que me convencía de que lo fueran era que les brillaban los ojos con los mismos recuerdos. Compartían un pasado, una infancia, muchas risas, pero ningún presente. Les brillaban los ojos al recordar lo que ya había pasado, pero, al verse, no se reconocían.
No hay en mi memoria, una sola navidad en la que hayan estado todos juntos, sonriendo por el simple hecho de ver los ojos que solían ver en las navidades desde hace más de 40 años atrás. Incluso, creo, que no hay en mi memoria una sola navidad, que hayan pasado todos juntos. Jamás vi la felicidad que podría haber visto. Ni tampoco el amor que se pudo haber regalado. "Ni la sombra de lo que pudo haber sido".
Pero entre ellos había una luz, un vínculo permanente, un punto en común. El punto de partida.
Si tuviese que decirlo de alguna manera, lo diría así: Fue la fuente, el lugar de donde todos salieron, la raíz, los primeros pasos, los dientes caídos, las primeras palabras, risas, regaños. Los regalos bajo el árbol de navidad.
Y de pronto, el ladrillo que hacía que el castillo en ruinas no dejase de ser castillo, se derrumbó, y obviamente, desapareció el castillo, el final más lógico para esta historia...
Está lloviendo, justo como en la parte triste de los cuentos.
Igual pueden llegar todos y armar el castillo. Que salga el sol y se asome un arcoiris precioso.
O también pueden volverse a ver a los ojos, no perdonar, seguir dejando que las rocas rueden por el suelo y que siga lloviendo hasta el fin de los tiempos.